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miércoles, 18 de junio de 2014

La ilusión del metacontrol imperial del caos (*) La mutación del sistema de intervención militar de los Estados Unidos por Jorge Beinstein

La mutación del sistema de intervención militar de los Estados Unidos
Jorge Beinstein
jorgebeinstein@gmail.com
 “Las Ilusiones desesperadas generan vida en tus venas”
 St. Vulestry
 “La gente cree que las soluciones provienen de su capacidad de estudiar
 sensatamente la realidad discernible. En realidad, el mundo ya no
funciona así. Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos 
nuestra propia realidad. Y mientras tú estás estudiando esa realidad,
actuaremos de nuevo, creando otras realidades que también puedes 
estudiar. Somos los actores de la historia, y a vosotros, todos vosotros,
sólo os queda estudiar lo que hacemos”.
 Karl Rove, asesor de George W. Bush, verano de 2002 (1)
Guerra y economía
Conceptos tales como “keynesianismo militar” o “economía de la guerra permanente” 
constituyen buenos disparadores para entender el largo ciclo de prosperidad imperial de 
los Estados Unidos: su despegue hace algo más de siete décadas, su auge y el reciente 
ingreso a su etapa de agotamiento abriendo un proceso militarista-decadente 
actualmente en curso.
En 1942 Michal Kelecki exponía el esquema básico de lo que posteriormente fue conocido 
como “keynesianismo militar”. Apoyándose en la experiencia de la economía militarizada 
de la Alemania nazi, el autor señalaba las resistencias de las burguesías de Europa y 
Estados Unidos a la aplicación de políticas estatales de pleno empleo basadas en 
incentivos directos al sector civil y su predisposición a favorecerlas cuando se orientaban 
hacia las actividades militares (2). Más adelante Kalecki ya en plena Guerra Fría describía 
las características decisivas de lo que calificaba como triángulo hegemónico del 
capitalismo norteamericano que combinaba la prosperidad interna con el militarismo 
descripto como convergencia entre gastos militares, manipulación mediática de la 
población y altos niveles de empleo (3).
Esta línea de reflexión, a la que adhirieron entre otros Harry Magdoff, Paul Baran y Paul 
Sweezy, planteaba tanto el éxito a corto-mediano plazo de la estrategia de “Manteca + 
Cañones” (“Guns and Butter Economy”) que fortalecía al mismo tiempo la cohesión social 
interna de los Estados Unidos y su presencia militar global, como sus límites e inevitable 
agotamiento a largo plazo.
Sweezy y Baran pronosticaban (acertadamente) hacia mediados de los años 1960 que 
uno de los límites decisivos de la reproducción del sistema provenía de la propia dinámica 
tecnológica del keynesianismo militar, pues la sofisticación técnica creciente del 
armamento tendía inevitablemente a aumentar la productividad del trabajo reduciendo sus 
efectos positivos sobre el empleo y finalmente la cada vez más costosa carrera 
armamentista tendría efectos nulos o incluso negativos sobre el nivel general de 
ocupación (4). 
Es lo que se hizo evidente desde fines de los años 1990, cuando se inició una nueva 
etapa de gastos militares ascendentes que continúa en la actualidad, marcando el fin de 
la era del keynesianismo militar. Ahora, el desarrollo en los Estados Unidos de la industria de armas y sus áreas asociadas incrementa el gasto público causando déficit fiscal y 
endeudamiento, sin contribuir a aumentar en términos netos el nivel general de empleo. 
En realidad, su peso financiero y su radicalización tecnológica contribuyen de manera 
decisiva a mantener altos niveles de desocupación y un crecimiento económico nacional 
anémico o negativo transformándose así en un catalizador que acelera, profundiza la 
crisis del Imperio (5).
Por otra parte los primeros textos referidos a la llamada “economía de la guerra 
permanente” aparecieron en los Estados Unidos a comienzos de los años 1940. Se 
trataba de una visión simplificadora que, por lo general, subestimaba los ritmos y atajos 
concretos de la historia, pero que hoy resulta sumamente útil para comprender el 
desarrollo del militarismo en el muy largo plazo.
Hacia 1944 Walter Oakes definía una nueva fase del capitalismo donde los gastos 
militares ocupaban una posición central; no se trataba de un hecho coyuntural impuesto 
por la Segunda Guerra Mundial en curso, sino de una transformación cualitativa integral 
del sistema cuya reproducción ampliada universal durante más de un siglo, había 
terminado por generar masas de excedentes de capital que no encontraban en las 
potencias centrales espacios de aplicación en la economía civil productora de bienes y 
servicios de consumo y producción.
La experiencia de los años 1930, como lo demostraba Oakes, señalaba que ni las obras 
públicas del New Deal de Roosevelt en los Estados Unidos, ni la construcción de 
autopistas en Alemania nazi, habían conseguido una significativa recuperación de la 
economía y el empleo: solo la puesta en marcha de la economía de guerra, en Alemania 
primero y desde 1940 en los Estados Unidos, había logrado dichos objetivos (6).
En el caso alemán la carrera armamentista terminó con una derrota catastrófica, en el 
caso norteamericano la victoria no llevó a la reducción del sistema militar-industrial sino a 
su expansión.
Al reducirse los efectos de la guerra, la economía de los Estados Unidos comenzó a 
enfriarse y el peligro de recesión asomó su rostro, pero el inicio de la guerra fría y luego la 
guerra de Corea (1950) alejaron al fantasma abriendo un nuevo ciclo de gastos militares.
En octubre de 1949 el profesor de la Universidad de Harvard Summer Slichter, de gran 
prestigio en ese momento, señalaba ante una convención de banqueros: “[La Guerra Fría] 
incrementa la demanda de bienes, ayuda a mantener un alto nivel de empleo, acelera el 
progreso tecnológico, todo lo cual mejora el nivel de vida en nuestro país… en 
consecuencia nosotros deberíamos agradecer a los rusos por su contribución para que el 
capitalismo funcione mejor que nunca en los Estados Unidos” . Hacia 1954 aparecía la 
siguiente afirmación en la revista U.S. News & World Report: “¿Qué significa para el 
mundo de los negocios la Bomba H?: un largo período de grandes ventas que se 
incrementarán en los próximos años. Podríamos concluir con esta afirmación: la bomba H 
ha arrojado a la recesión por la ventana” (7).
Como lo señalaba a comienzos de los años 1950 T. N. Vance, uno los teóricos de la 
“economía de la guerra permanente”, los Estados Unidos habían ingresado en una 
sucesión de guerras que definían de manera irreversible las grandes orientaciones de la 
sociedad, después de la guerra de Corea solo cabía esperar nuevas guerras (8).
En su texto fundacional de la teoría, Walter Oakes realizaba dos pronósticos decisivos: la
inevitablidad de una tercera guerra mundial que ubicaba hacia 1960 y el empobrecimiento de los trabajadores norteamericanos desde fines de los años 1940, provocada por la 
dinámica de concentración de ingresos motorizada por el complejo militar-industrial (9).
Podemos en principio considerar desacertados a dichos pronósticos. No se produjo la 
tercera guerra mundial aunque se consolidó la Guerra Fría, que mantuvo la ola militarista 
durante más de cuatro décadas, atravesada por dos grandes guerras regionales (Corea y 
Vietnam) y una densa serie de pequeñas y medianas intervenciones imperiales directas e 
indirectas. Cuando se esfumó la Guerra Fría, luego de un breve intermedio en los años 
1990 la guerra universal del Imperio prosiguió contra nuevos “enemigos” que justificaban 
su desarrollo (“guerras humanitarias”, “guerra global contra el terrorismo”, etcétera): la 
oferta de servicios militares, el “aparato militarista” y las áreas asociadas al mismo 
creaban, inventaban, su propia demanda.
Tampoco se precipitó el empobrecimiento de las clases bajas de los Estados Unidos; por 
el contrario, la redistribución keynesiana de ingresos se mantuvo hasta los años 1970, el 
nivel de vida de los trabajadores y las clases medias mejoró sustancialmente, funcionó la 
interacción positiva entre militarismo y prosperidad general. A eso contribuyeron varios 
factores, entre ellos la explotación de la periferia ampliada gracias a la emergencia de los 
Estados Unidos como superpotencia mundial apuntalada por su aparato militar, el 
restablecimiento de las potencias capitalistas afectadas por la guerra (Japón, Europa 
Occidental) que en la nueva era se encontraban estrechamente asociadas a los Estados 
Unidos y el enorme efecto multiplicador a nivel interno de los gastos militares sobre el 
consumo, el empleo y la innovación tecnológica. Algunos de estos factores, subestimados 
por Oakes, habían sido señalados a mediados de los años 1960 por Sweezy y Baran (10).
Sin embargo la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca (1980) marcó una ruptura en 
la tendencia (aunque ya desde los años 1970 habían aparecido los primeros síntomas de 
la enfermedad), y se inició un proceso de concentración de ingresos que fue avanzando 
cada vez más rápido en las décadas posteriores.
Entre 1950 y 1980 el 1 % más rico de la población de los Estados Unidos absorbía cerca 
del 10 % del Ingreso Nacional (entre 1968 y 1978 se mantuvo por debajo de esa cifra) 
pero a partir de comienzos de los años 1980 esa participación fue ascendiendo, hacia 
1990 llegaba al 15 % y cerca de 2009 se aproximaba al 25 %.
Por su parte el 10 % más rico absorbía el 33 % del Ingreso Nacional en 1950, 
manteniéndose siempre por debajo del 35 % hasta fines de los años 1970, pero en 1990 
ya llegaba al 40 % y en 2007 al 50 % (11).
El salario horario promedio fue ascendiendo en términos reales desde los años 1940 
hasta comienzos de los años 1970 en que comenzó a descender y un cuarto de siglo más 
tarde había bajado en casi un 20 % (12). A partir de la crisis de 2007-2008 con el rápido 
aumento de la desocupación se aceleró la concentración de ingresos y la caída salarial: 
algunos autores utilizan el término “implosión salarial” (13).
Una buena expresión del deterioro social es el aumento de los estadounidenses que 
reciben bonos de ayuda alimentaria (“food stamps”), dicha población indigente llegaba a 
casi 3 millones en 1969 (en plena prosperidad keynesiana), subieron a 21millones en 
1980, a 25 millones en 1995 y a 47 millones en 2012 (14).
Mientras tanto los gastos militares no dejaron de crecer, impulsados por sucesivas olas 
belicistas incluidas en el primer gran ciclo de la guerra fría (1946-1991) y en el segundo 
ciclo de la “guerra contra el terrorismo” y las “guerras humanitarias” desde fines de los 
años 1990 hasta el presente (Guerra de Corea, Guerra de Vietnam, “Guerra de las Galaxias” de la era Reagan, Guerra de Kosovo, Guerras de Irak y Afganistán, etcétera).
Luego de la Segunda Guerra Mundial podemos establecer dos períodos bien 
diferenciados en la relación entre gastos públicos y crecimiento económico (y del empleo) 
en los Estados Unidos. El primero abarca desde mediados de los años 1940 hasta fines 
de los años 1960 donde los gastos públicos crecen y las tasas de crecimiento económico 
se mantienen en un nivel elevado, son los años dorados del keynesianismo militar.
El mismo es seguido por un período donde los gastos públicos siguen subiendo 
tendencialmente pero las tasas de crecimiento económico oscilan en torno de una línea 
descendente, marcando la decadencia y fin del keynesianismo: el efecto multiplicador 
positivo del gasto público declina inexorablemente hasta llegar al dilema sin solución, 
evidente en estos últimos años de crecimientos económicos anémicos donde una 
reducción del gasto estatal tendría fuertes efectos recesivos mientras que su incremento 
posible (cada vez menos posible) no mejora de manera significativa la situación.
Así como el “éxito” histórico del capitalismo liberal en el siglo XIX produjo las condiciones 
de su crisis, su superador keynesiano también generó los factores de su posterior 
decadencia.
La marcha exitosa del capitalismo liberal concluyó con una gigantesca crisis de 
sobreproducción y sobreacumulación de capitales que desató rivalidades 
interimperialistas, militarismo y estalló bajo la forma de Primera Guerra Mundial (1914-
1918). La “solución” consistió en la expansión del Estado, en especial su estructura militar, 
Alemania y Japón fueron los pioneros.
La transición turbulenta entre el viejo y el nuevo sistema duró cerca de tres décadas 
(1914-1945) y de ella emergieron los Estados Unidos como única superpotencia 
capitalista integrando estratégicamente a su esfera de dominación a las otras grandes 
economías del sistema. El keynesianismo militar norteamericano apareció entonces en el 
centro dominante de los Estados Unidos: el centro del mundo capitalista. Vance señalaba 
que “con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos y el capitalismo 
mundial entraron en la nueva era de la Economía de la Guerra Permanente” (15). Fue así 
si lo entendemos como victoria definitiva del nuevo sistema precedida por una compleja 
etapa preparatoria iniciada en la segunda década del siglo XX.
Su génesis está marcada por el nazismo, primer ensayo exitoso-catastrófico de 
“keynesianismo militar”: su trama ideológica, que lleva hasta el límite más extremo el 
delirio de la supremacía occidental, sigue aportando ideas a las formas imperialistas más 
radicales de Occidente, como los halcones de George W. Bush o los sionistas neonazis 
del siglo XXI. Por otra parte, estudios rigurosos del fenómeno nazi descubren no solo sus 
raíces europeas (fascismo italiano, nacionalismo francés, etcétera) sino también 
norteamericanas (16). Aunque luego de la guerra el triunfo de la economía militarizada en 
los Estados Unidos asumió un rostro “civil” y “democrático”, ocultando sus fundamentos 
bélicos.
La decadencia del keynesianismo militar encuentra una primera explicación en su 
hipertrofia e integración con un espacio parasitario imperial más amplio donde la trama 
financiera ocupa un lugar decisivo. En una primera etapa el aparato industrial-militar y su 
entorno se expandieron convirtiendo al gasto estatal en empleos directos e indirectos, en 
transferencias tecnológicas dinamizadoras del sector privado, en garantía blindada de los 
negocios imperialistas externos, etcétera. Pero con el correr del tiempo, con el ascenso de 
la prosperidad imperial, incentivó y fue incentivado por una multiplicidad de formas
sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.
sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.

La mutación del sistema de intervención militar de los Estados Unidos
Jorge Beinstein
jorgebeinstein@gmail.com
 “Las Ilusiones desesperadas generan vida en tus venas”
 St. Vulestry
 “La gente cree que las soluciones provienen de su capacidad de estudiar
 sensatamente la realidad discernible. En realidad, el mundo ya no
funciona así. Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos 
nuestra propia realidad. Y mientras tú estás estudiando esa realidad,
actuaremos de nuevo, creando otras realidades que también puedes 
estudiar. Somos los actores de la historia, y a vosotros, todos vosotros,
sólo os queda estudiar lo que hacemos”.
 Karl Rove, asesor de George W. Bush, verano de 2002 (1)
Guerra y economía
Conceptos tales como “keynesianismo militar” o “economía de la guerra permanente” 
constituyen buenos disparadores para entender el largo ciclo de prosperidad imperial de 
los Estados Unidos: su despegue hace algo más de siete décadas, su auge y el reciente 
ingreso a su etapa de agotamiento abriendo un proceso militarista-decadente 
actualmente en curso.
En 1942 Michal Kelecki exponía el esquema básico de lo que posteriormente fue conocido 
como “keynesianismo militar”. Apoyándose en la experiencia de la economía militarizada 
de la Alemania nazi, el autor señalaba las resistencias de las burguesías de Europa y 
Estados Unidos a la aplicación de políticas estatales de pleno empleo basadas en 
incentivos directos al sector civil y su predisposición a favorecerlas cuando se orientaban 
hacia las actividades militares (2). Más adelante Kalecki ya en plena Guerra Fría describía 
las características decisivas de lo que calificaba como triángulo hegemónico del 
capitalismo norteamericano que combinaba la prosperidad interna con el militarismo 
descripto como convergencia entre gastos militares, manipulación mediática de la 
población y altos niveles de empleo (3).
Esta línea de reflexión, a la que adhirieron entre otros Harry Magdoff, Paul Baran y Paul 
Sweezy, planteaba tanto el éxito a corto-mediano plazo de la estrategia de “Manteca + 
Cañones” (“Guns and Butter Economy”) que fortalecía al mismo tiempo la cohesión social 
interna de los Estados Unidos y su presencia militar global, como sus límites e inevitable 
agotamiento a largo plazo.
Sweezy y Baran pronosticaban (acertadamente) hacia mediados de los años 1960 que 
uno de los límites decisivos de la reproducción del sistema provenía de la propia dinámica 
tecnológica del keynesianismo militar, pues la sofisticación técnica creciente del 
armamento tendía inevitablemente a aumentar la productividad del trabajo reduciendo sus 
efectos positivos sobre el empleo y finalmente la cada vez más costosa carrera 
armamentista tendría efectos nulos o incluso negativos sobre el nivel general de 
ocupación (4). 
Es lo que se hizo evidente desde fines de los años 1990, cuando se inició una nueva 
etapa de gastos militares ascendentes que continúa en la actualidad, marcando el fin de 
la era del keynesianismo militar. Ahora, el desarrollo en los Estados Unidos de la industria de armas y sus áreas asociadas incrementa el gasto público causando déficit fiscal y 
endeudamiento, sin contribuir a aumentar en términos netos el nivel general de empleo. 
En realidad, su peso financiero y su radicalización tecnológica contribuyen de manera 
decisiva a mantener altos niveles de desocupación y un crecimiento económico nacional 
anémico o negativo transformándose así en un catalizador que acelera, profundiza la 
crisis del Imperio (5).
Por otra parte los primeros textos referidos a la llamada “economía de la guerra 
permanente” aparecieron en los Estados Unidos a comienzos de los años 1940. Se 
trataba de una visión simplificadora que, por lo general, subestimaba los ritmos y atajos 
concretos de la historia, pero que hoy resulta sumamente útil para comprender el 
desarrollo del militarismo en el muy largo plazo.
Hacia 1944 Walter Oakes definía una nueva fase del capitalismo donde los gastos 
militares ocupaban una posición central; no se trataba de un hecho coyuntural impuesto 
por la Segunda Guerra Mundial en curso, sino de una transformación cualitativa integral 
del sistema cuya reproducción ampliada universal durante más de un siglo, había 
terminado por generar masas de excedentes de capital que no encontraban en las 
potencias centrales espacios de aplicación en la economía civil productora de bienes y 
servicios de consumo y producción.
La experiencia de los años 1930, como lo demostraba Oakes, señalaba que ni las obras 
públicas del New Deal de Roosevelt en los Estados Unidos, ni la construcción de 
autopistas en Alemania nazi, habían conseguido una significativa recuperación de la 
economía y el empleo: solo la puesta en marcha de la economía de guerra, en Alemania 
primero y desde 1940 en los Estados Unidos, había logrado dichos objetivos (6).
En el caso alemán la carrera armamentista terminó con una derrota catastrófica, en el 
caso norteamericano la victoria no llevó a la reducción del sistema militar-industrial sino a 
su expansión.
Al reducirse los efectos de la guerra, la economía de los Estados Unidos comenzó a 
enfriarse y el peligro de recesión asomó su rostro, pero el inicio de la guerra fría y luego la 
guerra de Corea (1950) alejaron al fantasma abriendo un nuevo ciclo de gastos militares.
En octubre de 1949 el profesor de la Universidad de Harvard Summer Slichter, de gran 
prestigio en ese momento, señalaba ante una convención de banqueros: “[La Guerra Fría] 
incrementa la demanda de bienes, ayuda a mantener un alto nivel de empleo, acelera el 
progreso tecnológico, todo lo cual mejora el nivel de vida en nuestro país… en 
consecuencia nosotros deberíamos agradecer a los rusos por su contribución para que el 
capitalismo funcione mejor que nunca en los Estados Unidos” . Hacia 1954 aparecía la 
siguiente afirmación en la revista U.S. News & World Report: “¿Qué significa para el 
mundo de los negocios la Bomba H?: un largo período de grandes ventas que se 
incrementarán en los próximos años. Podríamos concluir con esta afirmación: la bomba H 
ha arrojado a la recesión por la ventana” (7).
Como lo señalaba a comienzos de los años 1950 T. N. Vance, uno los teóricos de la 
“economía de la guerra permanente”, los Estados Unidos habían ingresado en una 
sucesión de guerras que definían de manera irreversible las grandes orientaciones de la 
sociedad, después de la guerra de Corea solo cabía esperar nuevas guerras (8).
En su texto fundacional de la teoría, Walter Oakes realizaba dos pronósticos decisivos: la
inevitablidad de una tercera guerra mundial que ubicaba hacia 1960 y el empobrecimiento de los trabajadores norteamericanos desde fines de los años 1940, provocada por la 
dinámica de concentración de ingresos motorizada por el complejo militar-industrial (9).
Podemos en principio considerar desacertados a dichos pronósticos. No se produjo la 
tercera guerra mundial aunque se consolidó la Guerra Fría, que mantuvo la ola militarista 
durante más de cuatro décadas, atravesada por dos grandes guerras regionales (Corea y 
Vietnam) y una densa serie de pequeñas y medianas intervenciones imperiales directas e 
indirectas. Cuando se esfumó la Guerra Fría, luego de un breve intermedio en los años 
1990 la guerra universal del Imperio prosiguió contra nuevos “enemigos” que justificaban 
su desarrollo (“guerras humanitarias”, “guerra global contra el terrorismo”, etcétera): la 
oferta de servicios militares, el “aparato militarista” y las áreas asociadas al mismo 
creaban, inventaban, su propia demanda.
Tampoco se precipitó el empobrecimiento de las clases bajas de los Estados Unidos; por 
el contrario, la redistribución keynesiana de ingresos se mantuvo hasta los años 1970, el 
nivel de vida de los trabajadores y las clases medias mejoró sustancialmente, funcionó la 
interacción positiva entre militarismo y prosperidad general. A eso contribuyeron varios 
factores, entre ellos la explotación de la periferia ampliada gracias a la emergencia de los 
Estados Unidos como superpotencia mundial apuntalada por su aparato militar, el 
restablecimiento de las potencias capitalistas afectadas por la guerra (Japón, Europa 
Occidental) que en la nueva era se encontraban estrechamente asociadas a los Estados 
Unidos y el enorme efecto multiplicador a nivel interno de los gastos militares sobre el 
consumo, el empleo y la innovación tecnológica. Algunos de estos factores, subestimados 
por Oakes, habían sido señalados a mediados de los años 1960 por Sweezy y Baran (10).
Sin embargo la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca (1980) marcó una ruptura en 
la tendencia (aunque ya desde los años 1970 habían aparecido los primeros síntomas de 
la enfermedad), y se inició un proceso de concentración de ingresos que fue avanzando 
cada vez más rápido en las décadas posteriores.
Entre 1950 y 1980 el 1 % más rico de la población de los Estados Unidos absorbía cerca 
del 10 % del Ingreso Nacional (entre 1968 y 1978 se mantuvo por debajo de esa cifra) 
pero a partir de comienzos de los años 1980 esa participación fue ascendiendo, hacia 
1990 llegaba al 15 % y cerca de 2009 se aproximaba al 25 %.
Por su parte el 10 % más rico absorbía el 33 % del Ingreso Nacional en 1950, 
manteniéndose siempre por debajo del 35 % hasta fines de los años 1970, pero en 1990 
ya llegaba al 40 % y en 2007 al 50 % (11).
El salario horario promedio fue ascendiendo en términos reales desde los años 1940 
hasta comienzos de los años 1970 en que comenzó a descender y un cuarto de siglo más 
tarde había bajado en casi un 20 % (12). A partir de la crisis de 2007-2008 con el rápido 
aumento de la desocupación se aceleró la concentración de ingresos y la caída salarial: 
algunos autores utilizan el término “implosión salarial” (13).
Una buena expresión del deterioro social es el aumento de los estadounidenses que 
reciben bonos de ayuda alimentaria (“food stamps”), dicha población indigente llegaba a 
casi 3 millones en 1969 (en plena prosperidad keynesiana), subieron a 21millones en 
1980, a 25 millones en 1995 y a 47 millones en 2012 (14).
Mientras tanto los gastos militares no dejaron de crecer, impulsados por sucesivas olas 
belicistas incluidas en el primer gran ciclo de la guerra fría (1946-1991) y en el segundo 
ciclo de la “guerra contra el terrorismo” y las “guerras humanitarias” desde fines de los 
años 1990 hasta el presente (Guerra de Corea, Guerra de Vietnam, “Guerra de las Galaxias” de la era Reagan, Guerra de Kosovo, Guerras de Irak y Afganistán, etcétera).
Luego de la Segunda Guerra Mundial podemos establecer dos períodos bien 
diferenciados en la relación entre gastos públicos y crecimiento económico (y del empleo) 
en los Estados Unidos. El primero abarca desde mediados de los años 1940 hasta fines 
de los años 1960 donde los gastos públicos crecen y las tasas de crecimiento económico 
se mantienen en un nivel elevado, son los años dorados del keynesianismo militar.
El mismo es seguido por un período donde los gastos públicos siguen subiendo 
tendencialmente pero las tasas de crecimiento económico oscilan en torno de una línea 
descendente, marcando la decadencia y fin del keynesianismo: el efecto multiplicador 
positivo del gasto público declina inexorablemente hasta llegar al dilema sin solución, 
evidente en estos últimos años de crecimientos económicos anémicos donde una 
reducción del gasto estatal tendría fuertes efectos recesivos mientras que su incremento 
posible (cada vez menos posible) no mejora de manera significativa la situación.
Así como el “éxito” histórico del capitalismo liberal en el siglo XIX produjo las condiciones 
de su crisis, su superador keynesiano también generó los factores de su posterior 
decadencia.
La marcha exitosa del capitalismo liberal concluyó con una gigantesca crisis de 
sobreproducción y sobreacumulación de capitales que desató rivalidades 
interimperialistas, militarismo y estalló bajo la forma de Primera Guerra Mundial (1914-
1918). La “solución” consistió en la expansión del Estado, en especial su estructura militar, 
Alemania y Japón fueron los pioneros.
La transición turbulenta entre el viejo y el nuevo sistema duró cerca de tres décadas 
(1914-1945) y de ella emergieron los Estados Unidos como única superpotencia 
capitalista integrando estratégicamente a su esfera de dominación a las otras grandes 
economías del sistema. El keynesianismo militar norteamericano apareció entonces en el 
centro dominante de los Estados Unidos: el centro del mundo capitalista. Vance señalaba 
que “con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos y el capitalismo 
mundial entraron en la nueva era de la Economía de la Guerra Permanente” (15). Fue así 
si lo entendemos como victoria definitiva del nuevo sistema precedida por una compleja 
etapa preparatoria iniciada en la segunda década del siglo XX.
Su génesis está marcada por el nazismo, primer ensayo exitoso-catastrófico de 
“keynesianismo militar”: su trama ideológica, que lleva hasta el límite más extremo el 
delirio de la supremacía occidental, sigue aportando ideas a las formas imperialistas más 
radicales de Occidente, como los halcones de George W. Bush o los sionistas neonazis 
del siglo XXI. Por otra parte, estudios rigurosos del fenómeno nazi descubren no solo sus 
raíces europeas (fascismo italiano, nacionalismo francés, etcétera) sino también 
norteamericanas (16). Aunque luego de la guerra el triunfo de la economía militarizada en 
los Estados Unidos asumió un rostro “civil” y “democrático”, ocultando sus fundamentos 
bélicos.
La decadencia del keynesianismo militar encuentra una primera explicación en su 
hipertrofia e integración con un espacio parasitario imperial más amplio donde la trama 
financiera ocupa un lugar decisivo. En una primera etapa el aparato industrial-militar y su 
entorno se expandieron convirtiendo al gasto estatal en empleos directos e indirectos, en 
transferencias tecnológicas dinamizadoras del sector privado, en garantía blindada de los 
negocios imperialistas externos, etcétera. Pero con el correr del tiempo, con el ascenso de 
la prosperidad imperial, incentivó y fue incentivado por una multiplicidad de formas
sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.
sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.La mutación del sistema de intervención militar de los Estados Unidos
Jorge Beinstein
jorgebeinstein@gmail.com
 “Las Ilusiones desesperadas generan vida en tus venas”
 St. Vulestry
 “La gente cree que las soluciones provienen de su capacidad de estudiar
 sensatamente la realidad discernible. En realidad, el mundo ya no
funciona así. Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos 
nuestra propia realidad. Y mientras tú estás estudiando esa realidad,
actuaremos de nuevo, creando otras realidades que también puedes 
estudiar. Somos los actores de la historia, y a vosotros, todos vosotros,
sólo os queda estudiar lo que hacemos”.
 Karl Rove, asesor de George W. Bush, verano de 2002 (1)
Guerra y economía
Conceptos tales como “keynesianismo militar” o “economía de la guerra permanente” 
constituyen buenos disparadores para entender el largo ciclo de prosperidad imperial de 
los Estados Unidos: su despegue hace algo más de siete décadas, su auge y el reciente 
ingreso a su etapa de agotamiento abriendo un proceso militarista-decadente 
actualmente en curso.
En 1942 Michal Kelecki exponía el esquema básico de lo que posteriormente fue conocido 
como “keynesianismo militar”. Apoyándose en la experiencia de la economía militarizada 
de la Alemania nazi, el autor señalaba las resistencias de las burguesías de Europa y 
Estados Unidos a la aplicación de políticas estatales de pleno empleo basadas en 
incentivos directos al sector civil y su predisposición a favorecerlas cuando se orientaban 
hacia las actividades militares (2). Más adelante Kalecki ya en plena Guerra Fría describía 
las características decisivas de lo que calificaba como triángulo hegemónico del 
capitalismo norteamericano que combinaba la prosperidad interna con el militarismo 
descripto como convergencia entre gastos militares, manipulación mediática de la 
población y altos niveles de empleo (3).
Esta línea de reflexión, a la que adhirieron entre otros Harry Magdoff, Paul Baran y Paul 
Sweezy, planteaba tanto el éxito a corto-mediano plazo de la estrategia de “Manteca + 
Cañones” (“Guns and Butter Economy”) que fortalecía al mismo tiempo la cohesión social 
interna de los Estados Unidos y su presencia militar global, como sus límites e inevitable 
agotamiento a largo plazo.
Sweezy y Baran pronosticaban (acertadamente) hacia mediados de los años 1960 que 
uno de los límites decisivos de la reproducción del sistema provenía de la propia dinámica 
tecnológica del keynesianismo militar, pues la sofisticación técnica creciente del 
armamento tendía inevitablemente a aumentar la productividad del trabajo reduciendo sus 
efectos positivos sobre el empleo y finalmente la cada vez más costosa carrera 
armamentista tendría efectos nulos o incluso negativos sobre el nivel general de 
ocupación (4). 
Es lo que se hizo evidente desde fines de los años 1990, cuando se inició una nueva 
etapa de gastos militares ascendentes que continúa en la actualidad, marcando el fin de 
la era del keynesianismo militar. Ahora, el desarrollo en los Estados Unidos de la industria de armas y sus áreas asociadas incrementa el gasto público causando déficit fiscal y 
endeudamiento, sin contribuir a aumentar en términos netos el nivel general de empleo. 
En realidad, su peso financiero y su radicalización tecnológica contribuyen de manera 
decisiva a mantener altos niveles de desocupación y un crecimiento económico nacional 
anémico o negativo transformándose así en un catalizador que acelera, profundiza la 
crisis del Imperio (5).
Por otra parte los primeros textos referidos a la llamada “economía de la guerra 
permanente” aparecieron en los Estados Unidos a comienzos de los años 1940. Se 
trataba de una visión simplificadora que, por lo general, subestimaba los ritmos y atajos 
concretos de la historia, pero que hoy resulta sumamente útil para comprender el 
desarrollo del militarismo en el muy largo plazo.
Hacia 1944 Walter Oakes definía una nueva fase del capitalismo donde los gastos 
militares ocupaban una posición central; no se trataba de un hecho coyuntural impuesto 
por la Segunda Guerra Mundial en curso, sino de una transformación cualitativa integral 
del sistema cuya reproducción ampliada universal durante más de un siglo, había 
terminado por generar masas de excedentes de capital que no encontraban en las 
potencias centrales espacios de aplicación en la economía civil productora de bienes y 
servicios de consumo y producción.
La experiencia de los años 1930, como lo demostraba Oakes, señalaba que ni las obras 
públicas del New Deal de Roosevelt en los Estados Unidos, ni la construcción de 
autopistas en Alemania nazi, habían conseguido una significativa recuperación de la 
economía y el empleo: solo la puesta en marcha de la economía de guerra, en Alemania 
primero y desde 1940 en los Estados Unidos, había logrado dichos objetivos (6).
En el caso alemán la carrera armamentista terminó con una derrota catastrófica, en el 
caso norteamericano la victoria no llevó a la reducción del sistema militar-industrial sino a 
su expansión.
Al reducirse los efectos de la guerra, la economía de los Estados Unidos comenzó a 
enfriarse y el peligro de recesión asomó su rostro, pero el inicio de la guerra fría y luego la 
guerra de Corea (1950) alejaron al fantasma abriendo un nuevo ciclo de gastos militares.
En octubre de 1949 el profesor de la Universidad de Harvard Summer Slichter, de gran 
prestigio en ese momento, señalaba ante una convención de banqueros: “[La Guerra Fría] 
incrementa la demanda de bienes, ayuda a mantener un alto nivel de empleo, acelera el 
progreso tecnológico, todo lo cual mejora el nivel de vida en nuestro país… en 
consecuencia nosotros deberíamos agradecer a los rusos por su contribución para que el 
capitalismo funcione mejor que nunca en los Estados Unidos” . Hacia 1954 aparecía la 
siguiente afirmación en la revista U.S. News & World Report: “¿Qué significa para el 
mundo de los negocios la Bomba H?: un largo período de grandes ventas que se 
incrementarán en los próximos años. Podríamos concluir con esta afirmación: la bomba H 
ha arrojado a la recesión por la ventana” (7).
Como lo señalaba a comienzos de los años 1950 T. N. Vance, uno los teóricos de la 
“economía de la guerra permanente”, los Estados Unidos habían ingresado en una 
sucesión de guerras que definían de manera irreversible las grandes orientaciones de la 
sociedad, después de la guerra de Corea solo cabía esperar nuevas guerras (8).
En su texto fundacional de la teoría, Walter Oakes realizaba dos pronósticos decisivos: la
inevitablidad de una tercera guerra mundial que ubicaba hacia 1960 y el empobrecimiento de los trabajadores norteamericanos desde fines de los años 1940, provocada por la 
dinámica de concentración de ingresos motorizada por el complejo militar-industrial (9).
Podemos en principio considerar desacertados a dichos pronósticos. No se produjo la 
tercera guerra mundial aunque se consolidó la Guerra Fría, que mantuvo la ola militarista 
durante más de cuatro décadas, atravesada por dos grandes guerras regionales (Corea y 
Vietnam) y una densa serie de pequeñas y medianas intervenciones imperiales directas e 
indirectas. Cuando se esfumó la Guerra Fría, luego de un breve intermedio en los años 
1990 la guerra universal del Imperio prosiguió contra nuevos “enemigos” que justificaban 
su desarrollo (“guerras humanitarias”, “guerra global contra el terrorismo”, etcétera): la 
oferta de servicios militares, el “aparato militarista” y las áreas asociadas al mismo 
creaban, inventaban, su propia demanda.
Tampoco se precipitó el empobrecimiento de las clases bajas de los Estados Unidos; por 
el contrario, la redistribución keynesiana de ingresos se mantuvo hasta los años 1970, el 
nivel de vida de los trabajadores y las clases medias mejoró sustancialmente, funcionó la 
interacción positiva entre militarismo y prosperidad general. A eso contribuyeron varios 
factores, entre ellos la explotación de la periferia ampliada gracias a la emergencia de los 
Estados Unidos como superpotencia mundial apuntalada por su aparato militar, el 
restablecimiento de las potencias capitalistas afectadas por la guerra (Japón, Europa 
Occidental) que en la nueva era se encontraban estrechamente asociadas a los Estados 
Unidos y el enorme efecto multiplicador a nivel interno de los gastos militares sobre el 
consumo, el empleo y la innovación tecnológica. Algunos de estos factores, subestimados 
por Oakes, habían sido señalados a mediados de los años 1960 por Sweezy y Baran (10).
Sin embargo la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca (1980) marcó una ruptura en 
la tendencia (aunque ya desde los años 1970 habían aparecido los primeros síntomas de 
la enfermedad), y se inició un proceso de concentración de ingresos que fue avanzando 
cada vez más rápido en las décadas posteriores.
Entre 1950 y 1980 el 1 % más rico de la población de los Estados Unidos absorbía cerca 
del 10 % del Ingreso Nacional (entre 1968 y 1978 se mantuvo por debajo de esa cifra) 
pero a partir de comienzos de los años 1980 esa participación fue ascendiendo, hacia 
1990 llegaba al 15 % y cerca de 2009 se aproximaba al 25 %.
Por su parte el 10 % más rico absorbía el 33 % del Ingreso Nacional en 1950, 
manteniéndose siempre por debajo del 35 % hasta fines de los años 1970, pero en 1990 
ya llegaba al 40 % y en 2007 al 50 % (11).
El salario horario promedio fue ascendiendo en términos reales desde los años 1940 
hasta comienzos de los años 1970 en que comenzó a descender y un cuarto de siglo más 
tarde había bajado en casi un 20 % (12). A partir de la crisis de 2007-2008 con el rápido 
aumento de la desocupación se aceleró la concentración de ingresos y la caída salarial: 
algunos autores utilizan el término “implosión salarial” (13).
Una buena expresión del deterioro social es el aumento de los estadounidenses que 
reciben bonos de ayuda alimentaria (“food stamps”), dicha población indigente llegaba a 
casi 3 millones en 1969 (en plena prosperidad keynesiana), subieron a 21millones en 
1980, a 25 millones en 1995 y a 47 millones en 2012 (14).
Mientras tanto los gastos militares no dejaron de crecer, impulsados por sucesivas olas 
belicistas incluidas en el primer gran ciclo de la guerra fría (1946-1991) y en el segundo 
ciclo de la “guerra contra el terrorismo” y las “guerras humanitarias” desde fines de los 
años 1990 hasta el presente (Guerra de Corea, Guerra de Vietnam, “Guerra de las Galaxias” de la era Reagan, Guerra de Kosovo, Guerras de Irak y Afganistán, etcétera).
Luego de la Segunda Guerra Mundial podemos establecer dos períodos bien 
diferenciados en la relación entre gastos públicos y crecimiento económico (y del empleo) 
en los Estados Unidos. El primero abarca desde mediados de los años 1940 hasta fines 
de los años 1960 donde los gastos públicos crecen y las tasas de crecimiento económico 
se mantienen en un nivel elevado, son los años dorados del keynesianismo militar.
El mismo es seguido por un período donde los gastos públicos siguen subiendo 
tendencialmente pero las tasas de crecimiento económico oscilan en torno de una línea 
descendente, marcando la decadencia y fin del keynesianismo: el efecto multiplicador 
positivo del gasto público declina inexorablemente hasta llegar al dilema sin solución, 
evidente en estos últimos años de crecimientos económicos anémicos donde una 
reducción del gasto estatal tendría fuertes efectos recesivos mientras que su incremento 
posible (cada vez menos posible) no mejora de manera significativa la situación.
Así como el “éxito” histórico del capitalismo liberal en el siglo XIX produjo las condiciones 
de su crisis, su superador keynesiano también generó los factores de su posterior 
decadencia.
La marcha exitosa del capitalismo liberal concluyó con una gigantesca crisis de 
sobreproducción y sobreacumulación de capitales que desató rivalidades 
interimperialistas, militarismo y estalló bajo la forma de Primera Guerra Mundial (1914-
1918). La “solución” consistió en la expansión del Estado, en especial su estructura militar, 
Alemania y Japón fueron los pioneros.
La transición turbulenta entre el viejo y el nuevo sistema duró cerca de tres décadas 
(1914-1945) y de ella emergieron los Estados Unidos como única superpotencia 
capitalista integrando estratégicamente a su esfera de dominación a las otras grandes 
economías del sistema. El keynesianismo militar norteamericano apareció entonces en el 
centro dominante de los Estados Unidos: el centro del mundo capitalista. Vance señalaba 
que “con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos y el capitalismo 
mundial entraron en la nueva era de la Economía de la Guerra Permanente” (15). Fue así 
si lo entendemos como victoria definitiva del nuevo sistema precedida por una compleja 
etapa preparatoria iniciada en la segunda década del siglo XX.
Su génesis está marcada por el nazismo, primer ensayo exitoso-catastrófico de 
“keynesianismo militar”: su trama ideológica, que lleva hasta el límite más extremo el 
delirio de la supremacía occidental, sigue aportando ideas a las formas imperialistas más 
radicales de Occidente, como los halcones de George W. Bush o los sionistas neonazis 
del siglo XXI. Por otra parte, estudios rigurosos del fenómeno nazi descubren no solo sus 
raíces europeas (fascismo italiano, nacionalismo francés, etcétera) sino también 
norteamericanas (16). Aunque luego de la guerra el triunfo de la economía militarizada en 
los Estados Unidos asumió un rostro “civil” y “democrático”, ocultando sus fundamentos 
bélicos.
La decadencia del keynesianismo militar encuentra una primera explicación en su 
hipertrofia e integración con un espacio parasitario imperial más amplio donde la trama 
financiera ocupa un lugar decisivo. En una primera etapa el aparato industrial-militar y su 
entorno se expandieron convirtiendo al gasto estatal en empleos directos e indirectos, en 
transferencias tecnológicas dinamizadoras del sector privado, en garantía blindada de los 
negocios imperialistas externos, etcétera. Pero con el correr del tiempo, con el ascenso de 
la prosperidad imperial, incentivó y fue incentivado por una multiplicidad de formas
sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.
sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada 
vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de 
mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de 
ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 
1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones 
importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón 
dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas 
por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través 
de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, 
etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, 
suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera 
irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes 
fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le 
sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de 
la industria.

El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y 
privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el 
parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo 
que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos 
(financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de 
dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares 
y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la 
estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva 
extensión imperial” (17) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales 
que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.



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APARICIÓN CON VIDA DE JULIO LÓPEZ Y LUCIANO ARRUGA

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